jueves, agosto 31, 2006

Un fenómeno llamado doble clic o dos motivos para la innovación

Una experiencia de enseñanza-aprendizaje del lenguaje visual por medio de la semiótica de Magariños de Morentin

Reynaldo Castro

Resumen

En el segundo cuatrimestre de 2003, fui invitado por la profesora Estela Mamaní ─regente del Instituto de Formación Docente (IFD) Nº 2, localización Tilcara─ para dictar un taller denominado “Lenguaje de los medios audiovisuales” para alumnos del profesorado de Letras de esa ciudad. Desde un comienzo, la propuesta fue tentadora pero existía una dificultad: mi agenda laboral estaba saturada en los horarios que se dictaban las clases. Hablamos con Estela sobre distintas posibilidades y, después, consultamos con estudiantes interesados en el dictado. Finalmente, resolvimos instrumentar el taller de una manera sui generis, esa cuestión y la manera de divulgar un conocimiento científico y su posterior aplicación son explicados en el presente trabajo.


Debido a que las clases del IFD Nº 2 se desarrollan en un edificio prestado, el horario de las mismas empieza a partir de la hora dieciocho. Esto sucede de lunes a viernes. El horario que establecimos para nuestro taller fueron los días sábados a partir de las nueve de la mañana. Así, todos los sábados del segundo cuatrimestre de 2003 desarrollé cinco horas lectivas (es necesario que aquí les haga un reconocimiento a los estudiantes por soportar pacientemente un horario agotador); otras dos horas me fueron reconocidas por los mensajes que les mandaba todos los martes por correo electrónico. De esta manera, logramos completar el horario que estipulaba la duración del taller.

No sé cuáles habrán sido las impresiones que les causó este taller a los estudiantes (lamentablemente no tuve el tiempo necesario para establecer un mecanismo que me permitiera conocerlas de manera explícita). Pero para mí fue muy enriquecedor desde muchos puntos de vistas.

Creo que logré interesarlos en mi primer clase. El único ruido comunicacional se presentó cuando empezó el cucurucucu de una paloma. En medio de un silencio ancestral, el sonido que hacía el pajarraco me hizo perder varias veces la concentración.

Casi al final de la clase, les expliqué cómo se envía un recibe un correo electrónico en una PC acostumbrada a realizar tareas administrativas de la regente. Sólo una alumna tenía alguna noción del uso de esta nueva tecnología. Ella fue la primera, semanas después, en hacerme una consulta. El mail comenzaba más o menos así: “Estimado profesor: espero que al recibir estas líneas usted y su familia se encuentren bien de salud”. Esa joven utilizaba un viejo formato (el género epistolar) en una nueva manera de comunicarse (el mail). Pronto ella se familiarizará con los emoticons y otras características referidas a las nuevas tecnologías de la información.

Durante las clases presenciales desarrollamos los siguientes temas: Marshall Mc Luhan y los cambios culturales en la historia de la humanidad; una aproximación al método semiótico de Magariños de Morentin; lecturas de historietas basadas en obras literarias que aparecieron en la desaparecida revista Fierro; algunas reflexiones sobre las corrientes del pensamiento y tradiciones intelectuales que desarrolla Nicolás Casullo en sus clases a estudiantes del UBA; y los nuevos lenguajes y conciencia crítica en la sociedad de la información. También realizamos prácticas de elaboración de discursos gráficos con pocos recursos, estudiamos las distintas modalidades del guión para documentos en audio-casete, escuchamos documentos sonoros y miramos un documental sobre la masacre en Argentina (El beso del olvido de Eduardo Mignona) y un film (Il postino de Michael Radford).

El dictado del taller incluyó, además, nueve mensajes electrónicos. Para los fines de este trabajo importa que me detenga en el primer mensaje: una versión libre de un texto de Juan Magariños de Morentin. Después que envíe el mensaje a mis alumnos me di cuenta que debería haber comentado algo con quien fue mi profesor de semiótica audiovisual, así que un poco tarde le comenté mi trabajo. Él me contestó de manera amable, me alentó con mi tarea y me pidió conocer los resultados del taller. Estas páginas están dedicadas al querido profesor.


Mensaje Nº 1: El método Magariños en versión libre

Hoy quiero hablarles de un excelente libro de Juan Magariños de Morentin, fue editado por Edicial en 1991 y tiene por título El mensaje publicitario. Para mí, además, tiene un plus de significado porque Magariños fue mi profesor de Semiótica audiovisual en la universidad.
El capítulo uno arranca con una definición de semiología:

Una ciencia (en formación) que estudia los signos, los lenguajes y las características según las cuales, mediante su integración en un mensaje, se produce determinada significación, condicionada por las peculiaridades decodificadoras del receptor.

[...]
Luego, Magariños sigue analizando su propia definición pero entiendo que para este primer mensaje es suficiente.

Me parece interesante tener como marco conceptual las ideas de este semiólogo. Invito a todo aquel que le interese esta “ciencia en formación” que lo lea: será un ejercicio saludable.
En el taller denominado “Lenguaje de los medios audiovisuales” vamos a trabajar con los conceptos de ciencia que bien detalla Magariños, pero vamos a profundizar la aplicación de la semiología, es decir: vamos a intentar aplicar una técnica. Ya el sólo hecho de que la asignatura sea considerada un “taller” nos indica que tenemos que trabajar con técnicas, poner manos a la obra e intervenir en nuestro mundo más próximo.


Esto último no quiere decir que vamos a desdeñar los otros conceptos de ciencia. Por eso vamos a promover lo consciente sobre lo intuitivo; si bien lo intuitivo será bienvenido, en el taller vamos a respetar aquella vieja fórmula ligada al arte: 5 % de inspiración y 95 % de transpiración. Y, por supuesto, vamos a buscar tener una mirada crítica sobre nuestra propia producción y la realidad inmediata; esto no significa hacer de abogado del diablo (aunque tenga mucho de ello) sino de exponer un juicio de valor fundamentado. En esa exposición, cada uno de nosotros también se va a exponer porque ¿qué valor puede tener una mirada crítica, si uno no es capaz de correr un riesgo por ella?

Bueno, estaba hablando de técnicas y, de golpe, corro el riesgo de derrapar en mi planteo. Así que vuelvo al maestro Magariños.

En el capítulo 2 de El mensaje publicitario, el autor se aproxima a las peculiaridades del signo publicitario, peculiaridades que ─a mí juicio─ pueden aplicarse a cualquier tipo de discurso.
Magariños hace un desarrollo lógico que parte del signo según Ferdinand de Saussure, la famosa combinación del significante y el significado. En un par de páginas, el desarrollo alcanza el algoritmo fundamental de la semiología y enseguida empieza lo central del capítulo: el signo metalingüístico, el signo metasemiótico, el signo mediador y el signo ideológico.
Hasta aquí Magariños. Lo que viene ahora es una versión libre de su método. Versión que propongo para aplicar en nuestro taller.

Dígame Cacho

El nombre del signo metalingüístico nosotros lo vamos a reemplazar por la expresión “Lo que hay” (igual que esas personas deciden ponerle un apodo a una persona que tiene un nombre difícil de pronunciar). Bajo esta expresión vamos a colocar las características textuales y sintácticas respecto de la imagen y la escritura. Aquí vamos a eliminar todos nuestros supuestos y conocimientos, sólo vamos a describir lo que vemos. Así, en la escritura que analicemos vamos a prescindir de todo valor semántico y sólo tendremos en cuenta su valor lingüístico.
Al signo metasemiótico lo llamaremos “Lo que se sabe”. Aquí vamos a incluir el conocimiento que poseemos, tanto de las cualidades existenciales, como de las cualidades simbólicas del discurso que analizamos.

El signo mediador de Magariños será para nosotros “Lo que dice”. En esta sección vamos a analizar cómo el lenguaje da cuenta de la existencia de la imagen y la escritura. Aquí vamos a construir nuestro discurso “sobre” los signos anteriores, es decir: nos basamos en aquellos para expresar lo que dice nuestro objeto de análisis.

El último signo será llamado “Lo que se concluye”. Bajo este punto vamos a calificar a la representación de la manera de modificar la significación. Este punto también se construye “sobre” los anteriores y permite plantear correctamente el valor que adquieren las formas y el contenido del objeto que analizamos.

Manos a la obra

Soy consciente que el desarrollo anterior no está acabado y puede generar confusión, pero para eso están pensadas las consultas vía e-mail y la clase presencial de los sábados.
Me gustaría que piensen maneras aplicación del método Magariños en versión libre. Les propongo un objeto de análisis: la imagen del Che Guevara (esa que está estampada en muchas remeras y pósters). No hay una intención ideológica (no de manera consciente, al menos) en esta propuesta. Ocurre que la imagen es conocida y hace poco, con motivo de los treinta años de su muerte, una gran cantidad de documentos fueron difundidos.

Nos vemos el sábado 30 de agosto a la hora señalada. Pueden escribirme por alguna consulta a esta “clase” y no se olviden de llevar el “deber para la casa” (figuras geométricas, goma de pegar y papel) y de pensar el método de Magariños en la imagen del Comandante.
Si no hasta la victoria final, hasta la próxima clase.

Reynaldo Castro
[Mensaje enviado el 21 de agosto de 2003]



La guerrilla semiológica en Tilcara

A mediados del cuatrimestre de aquel año, la profesora Martha Zerpa me ofreció trabajar en la coordinación de un periódico de la red integrada por los IFDs de Quebrada y Puna (que están ubicados en: La Quiaca, Abra Pampa, Humahuaca y Tilcara). Con mucho gustó acepté y, en los últimos días de noviembre, apareció el primer número. Allí, en una de sus páginas, incluimos el trabajo de una estudiante[1] que hace uso del método diseñado por Magariños de Morentin.
Hasta aquí el relato de esta experiencia de enseñanza y aprendizaje. Lamentablemente esa experiencia no se pudo repetir porque las nuevas autoridades decidieron que las clases del taller volvieran a dictarse de manera tradicional.

Este año, las medidas no sólo se volvieron a repetir sino que fueron más allá: no tuve ─ni tengo─ un espacio adecuado para el dictado de mis clases. Estuve a punto de renunciar y el mal trato de una empleada del museo Soto Avendaño ─espacio por donde deambulé junto a mis alumnos─ me hizo ver que tenía que registrar esta falta de un espacio acorde a las necesidades de la enseñanza y el aprendizaje.

Un día llevé mi cámara de fotos y tomé escenas de mis alumnos. Les pedí a ellos que realizaran un boceto a mano alzada y que aplicaran el método de Magariños en versión simple. El resultado fue altamente satisfactorio[2], a pesar de las dificultades que todavía existen.
Toda experiencia de innovación es fruto de un estímulo o de una necesidad. Esta experiencia reconoce esos dos antecedentes.






Anexo
Sólo tienen apoyo en el cuadriculado piso

Por Silvina Angélica Laiquez

1. El lugar a describir posee elementos de dos y tres dimensiones diferentes pero que contienen en sí la misma significación del olvido.

En primer término se observan muebles que contienen sables y otros accesorios de los trajes de militares que se usaban aproximadamente por el año 1800. También se observan, en la pared lateral izquierda, una ventana, y debajo de ella, una pequeña mesa de madera de cardón; sobre la pared lateral derecha, otra ventana que da hacia la calle y, hacia el fondo de la sala, un cuadro de Manuel Belgrano. En los costados medios y, en forma simétrica como si estuvieran estudiando todo, hay dos estatuillas de soldados de la época de la lucha por la Independencia. Como fondo, y quizás como conteniendo el peso de toda imagen presente en el lugar, se encuentra la representación de un Cristo crucificado que al observarlo de manera detenida es parte de rostro de Jesús, me estoy refiriendo a una técnica usada por el artista que hizo la ermita que describo.

En el medio de la sala y de todo lo descrito se encuentras personas sentadas en sillas de plástico y de madera dispuestas a manera de público. Cada una de éstas personas contienen en sus piernas elementos para tomar notas. Se trata de un joven y varias mujeres que, en este momento, sólo tienen apoyo en el cuadriculado piso que los sostienen al igual que a los otros elementos

2. El lugar representado en el boceto anterior es la sala de un museo. En él, los estudiantes de la cátedra “Lenguaje de los medios audiovisuales” que corresponde a la carrera de Lengua y Literatura, toman clases en un horario anticipado (de 16 a 18 horas) al que rige como diario. El IFCD Nº 2, localización Tilcara, institución de la que depende la mencionada cátedra no dispone de un lugar adecuado para el correcto dictado de sus clases. Por eso es que, además de alumnos, están presente otros elementos que custodian los recuerdos de una nación que, en sus comienzos, caminó de la mano de la educación que formó a sus ciudadanos.

Educación que, en algún momento no tan lejano, representó la vía más importante de progreso y que tuvo como responsables a aquellos docentes que en honor a ella dedicaban su tiempo, reflexión y lucha con el trabajo. Aquella dedicación parece tan olvidada como las armas que hoy descansan en el museo Soto Avendaño de Tilcara.

La luz que hoy puede ofrecer la educación no es tan tenue como la que penetra por las ventanas laterales del salón. Su luz es fuerte y resistente, como aquellos hombres que cuelgan de cruces en la representación del artista.

3. Sables, estatuillas, rostros, cuadros, sillas, sueños, objetivos: he aquí un listado en el que no figura el equipamiento necesario para favorecer el aprendizaje del lenguaje audiovisual de los futuros formadores.

Plástico-madera, olvido-progreso se conjugan en este espacio para dar lugar a una educación que parece estar un poco relegada de las prioridades de este país.

En el pasado se buscó y en el presente aún se siguen buscando espacios para el dictado de clases; esta etapa aún no se ha superado. A lo mejor, éste es el motivo que lleva a ubicar en un mismo espacio al olvido y a la educación.

4. El derecho de tener un espacio para formarse debería ser para todos. Debería estar en las acciones de una institución se desarrolla sus objetivos. Esos objetivos forman parte, además, de las aspiraciones de todo futuro docente. El hecho de que se niegue este espacio atenta contra la integridad del compromiso que existe entre la política educativa y la sociedad.

Sería interesante que los que están en la organización de los espacios curriculares tomen conocimiento de esta situación. Por otra parte, ¿es posible que hasta el día de hoy ellos desconozcan esta situación? Y si fuera así, ¿no sería triste contemplar esta situación? Sería tan triste como la expresión del Cristo en la ermita de un museo.



[1] Susana Sarabia, “Un análisis de recepción de la imagen del Che”. En periódico Red QUEPU. Quebrada de Humahuaca, año I, Nº 1, noviembre de 2003.
[2] En el anexo coloco un trabajo realizada por una asistente al taller.

Confieso que he navegado

Reynaldo Castro

No puedo precisar en qué momento escuché hablar del ciberespacio. Tal vez alguna película de ciencia-ficción o alguna historieta de la desaparecida revista Fierro. Lo que sí puedo asegurar es que empecé a estudiar, con cierta metodología, el tema a partir de las clases de Luis Alberto Quevedo en la Universidad Nacional de Jujuy.

Al comienzo estaba intrigado por la fascinación del profesor por las nuevas tecnologías. Pero no las vivía. Era como mirar un partido de fútbol que se desarrolla en las páginas de un diario. Ni siquiera era un hincha del tablón.

A comienzos del ´96, viajé a la Universidad de La Laguna (Tenerife, España) para participar como becario de investigación y eso me dio vuelta la cabeza. Antes de partir, me acuerdo, leí un comentario de Quevedo, en el suplemento Cultura y Nación de Clarín, sobre el uso de Internet en nuestro país. Los conceptos de la nota ya los conocía de sus clases, lo que me llamó la atención fue la imagen que aparecía: un mapa de Argentina con su extremo noroeste truncado. Es decir, la red estaba diseminada por todo el territorio patrio excepto Jujuy. (Enseguida me acordé de una película de Miguel Pereira en la que un personaje se sorprende de que su minúsculo pueblo del interior de la provincia pertenezca a Argentina).

En España conocí la pasión por los fierros. José Manuel de Pablos Coello, mi director de investigación, me llevó a la sala de profesores y me dijo: "Aquí está la PC que se conecta a Internet, más allá la cafetera, un sillón, el baño queda al lado". El me dio canilla libre y yo, como buen alumno formado en la Galaxia Gutenberg, le pedí un manual. "El manual es la máquina. Internet es como el amor: no se lo define, se lo practica", sentenció con pose de Erich Fromm. Así pasé de no saber ni como se enciende una PC, a largas horas de navegación en aquella sala. Sufrí la misma fiebre que producen los mejores libros: no sentía cansancio, me olvidaba de ir a cenar y soñaba con algunas señoritas que aparecían desnudas en la pantalla.

Los otros becarios se prendían a la PC con menor asiduidad. Me preguntaban –eso sí-, todos los días, si habían llegado mensajes electrónicos. Yo les pasaba la novedad e inevitablemente me acordaba del film de Pereira: el único gilastro que no se conectaba con su universidad, vía correo electrónico, era yo. Jujuy no quedaba ni en la Argentina ni en el mundo.

Cuando volví al terruño, mi primera clase fue de una materia que se llama Tecnología de la Comunicación. Parecía una broma del destino pero era así. Pasaba de jugar al fútbol en un buen estadio a ser lector de las crónicas deportivas. No me pude contener y le dije a uno de los profesores: "Que esta materia se dicte con una tecnología que incluye apenas pizarrón y tizas, es una contradicción más grande que un campus".

Después, entré a trabajar en un colegio secundario que tenía un bachillerato con orientación en comunicación. No tardé mucho en convencer a la directora de las bondades de conectar al colegio con la red de redes ("Yo vengo del futuro, esto es lo que hace falta para que nuestros alumnos estén a la orden del día"). Para entonces ya había una empresa que ofrecía el servicio en la provincia y la maldición pereireana empezaba a desvanecerse.
Ahora estoy conectado desde mi casa. Mis amigos de España no pueden creer cuando les digo que poseo una multimedia, un módem de gran velocidad y vivo en una casa con paredes de barro que se quejan con el viento seco de agosto. Estoy conectado a una lista de discusión de la UBA, suscrito a varias revistas electrónicas y colaboro con algunas.

Cada vez que lo necesito me conecto con mis profesores de Buenos Aires; me siento frente a la PC, escribo mis dudas y en segundos "entra" el mensaje a la computadora del docente en cuestión. Estoy seguro que tengo igual o más posibilidades de acceder al profesor que un pibe de Morón que asiste a la UBA.

Todos los días abro mi programa de correo electrónico a las siete y media. Recibo entre diez y quince mensajes diarios. Algunos son de vital importancia, otros son basura. Me gustaría que Bill Gates programe un ciber-lector que deseche todo lo que no sirve y clasifique el resto. Mis modestos conocimientos apenas me han permitido realizar una base de datos con mi biblioteca con un buscador que permite identificar rápidamente a cualquier libro y saber su ubicación. También tengo algunos archivos más o menos interesantes que algún día, tal vez, puedan servir para otros investigadores.

La navegación por el ciberespacio me la reservo para los fines de semana por dos razones prácticas: tengo más tiempo y las llamadas telefónicas tienen tarifa reducida.

Y casi me olvido: mis hijos están empezando a aprender a leer en la computadora. Ellos sí que están en el centro del mundo.

Circa 1977

Herramientas para leer

Umberto Eco[1]

Después de años de práctica, puedo ir a un biblioteca y entender la disposición de los libros en pocos segundos. Puedo mirar el lomo de un libro y hacer una buena suposición sobre su contenido, a partir de diferentes señales. Si leo las palabras “Harvard University Press”, sé que probablemente no es una novela barata. Pero no tengo esa habilidad cuando entro en Internet: es como haber entrado en una biblioteca en la que todos los libros están apilados en el piso. ¿Cómo se hace para comprender este desorden? Tratando de aprender algunos rótulos básicos. Pero eso suscita nuevos problemas: si cliqueo en un URL que termina con “indiana.edu”, pienso que debe tener que ver con la Universidad de Indiana, Y no es así necesariamente. Uno se enreda con la señalización de Internet: debe reciclar sus propias habilidades semiológicas (aquellas que usamos, por ejemplo, para distinguir un poema pastoral de un divertimento satírico) y aplicarlas al problema de cómo distinguir sites filosóficos serios de desvaríos de lunáticos. El otro día, estaba mirando los sites neonazis: si uno confía en la lógica del dispositivo de búsqueda, llegará a la conclusión de que el site más fascista de todos es aquel en el que la palabra nazi aparece la mayor cantidad de veces. Pero, en realidad, pertenece a un grupo de vigilantes antifascistas.

¿Cuál es la mejor manera de aprender a regirse en ese “desorden”?

Se puede aprender mediante ensayo y error o pidiendo consejo on line a otros usuarios de la Red. Sin embargo, el método más eficiente y rápido es estar en un local rodeado por otras personas, cada una con diferentes experiencias on-line, que pueden compartir con los demás. Es como la folletería de las universidades. Nunca van a decir: “No vaya a las clases del profesor Fulano porque es un viejo aburrido”. Pero basta ir a la cafetería y conversar con estudiantes de segundo año para recibir ese servicio. De todas maneras, me refería otra cosa. Si Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó, hubiera tenido oportunidad de navegar por Internet, probablemente hubiera escrito un Finnegan’s Wake. Y, sin necesidad de Internet, Joyce estuvo siempre on-line; nunca salió de ahí. ¿No cambió la experiencia de escribir en la era del hipertexto? ¿Se puede coincidir con Michael Joyce cuando dice que la autoría se está convirtiendo en un “especie de historia interminable, como el jazz”? Realmente no. No olvidemos que ya hubo un importante cambio tecnológico en la manera en que un escritor profesional pone sus pensamientos sobre el papel. Quiero decir, ¿podría usted decirme, basándose exclusivamente en un análisis del estilo, cuál de todos los grandes escritores usó una máquina de escribir y cuál escribió a mano? Si el medio de expresión del escritor tiene muy poco efecto la naturaleza del texto final, ¿dónde queda el argumento de Michael Heim respecto de que el procesamiento del texto está alterando nuestro abordaje con relación a la palabra escrita, alentándonos a reorganizar nuestras ideas en la pantalla, en un relanzamiento del cerebro? Llevo escritas páginas y páginas sobre el efecto que tendrán las operaciones del tipo “cortar y pegar” sobre la sintaxis de las lenguas latinas, sobre las relaciones psicológicas entre la pluma fuente y la computadora como herramientas de escritura, sobre la probable influencia que tendrá la computadora sobre la filología comparada.

[1] “El nombre de la cosa”, entrevista de Lee Marshall, en suplemento Radar de Página/12. Buenos Aires, año 2, núm. 55. Agosto 31, 1997, p. 6.

McLuhan, la aldea global y el fin del libro

Umberto Eco*

Marshall McLuhan no era un filósofo. Era un sociólogo con un talento natural para identificar las tendencias. Si hoy estuviera vivo, probablemente escribiría libros contradiciendo lo que él mismo afirmó hace treinta o cuarenta años. Su profecía de la aldea global resultó, al menos en parte, verdadera, pero su profecía sobre el fin del libro terminó por ser completamente falsa. Y su gran slogan “El medio es el mensaje” funcionó mucho mejor para la televisión que para la Internet. Puede ser que, al comienzo, empecemos jugando en la Internet: usando el dispositivo de búsqueda para encontrar todos los textos que incluyan las palabras “mierda” y “Sócrates”. En este caso, el medio es ciertamente el mensaje. Pero en cuanto uno comienza a usar la Red con seriedad, ésta no reduce todo al hecho de su propia existencia, como tiende a hacer la TV. Es una cuestión de atención: es muy difícil usar distraído la Red, contrariamente a lo que sucede con la televisión y la radio. Uno puede pasar rápidamente por los sites de la Web, pero no de la misma manera casual en que hace zapping con la TV: simplemente porque lleva mucho tiempo volver al punto de partida y, entre tanto, uno paga por su propia demora. En un simposio sobre el futuro del libro destaqué que la expresión de Mc Luhan sobre “el fin de la Galaxia Gutenberg” es la declaración, con otras palabras, de una profecía de El jorobado de Notre Dame de Víctor Hugo. Al comparar un libro con su amada catedral, Frollo dice: “Este matará a aquélla”. El libro matará a la catedral. El alfabeto matará al icono.

¿Y se cumplió esa profecía?

La catedral perdió ciertas funciones, la mayoría de las cuales fueron transferidas a la televisión. Pero asumió otras. La fotografía desempeña hoy una de las principales funciones que tuvo en su momento la pintura, registrando las imágenes de las personas. Pero, por cierto, la fotografía no mató a la pintura, ni mucho menos. En verdad, liberó a la pintura: le permitió asumir riesgos. Claro que los pintores todavía pueden, si quieren, hacer retratos.

¿Habrá esa clase de profecías ante cada nueva ola tecnológica?

Esas reacciones son un mal hábito del cual las personas probablemente no se librarán jamás. Es como el viejo cliché que dice que el fin de un siglo es un período de decadencia y el inicio de otro siglo señala un renacimiento. Es apenas una manera de organizar la Historia para que se ajusta a la historia que queremos contar. Sin embargo, las divisiones arbitrarias del tiempo pueden tener efecto sobre la psique colectiva. Basta analizar el temor que invadió a la humanidad al final del siglo X, ante el año 1000. Me pregunto si hoy estamos asistiendo a una fe desbocada en una nueva era, con toda esta fascinación digital con la que vislumbramos el milenio que viene. Los siglos y los milenios son siempre arbitrarios, no hace falta ser una medievalista para darse cuenta. Aun así, es verdad que los síndromes de decadencia y renacimiento pueden formarse en torno de tales divisiones simbólicas del tiempo. El mundo austrohúngaro comenzó a sufrir del síndrome de fin-del-Imperio en las postrimerías del siglo XIX. Pero no faltará quien reivindique que, eventualmente, murió de esta dolencia recién en 1918. Es que, en realidad, el síndrome no tenía nada que ver con el fin del siglo: el imperio austrohúngaro comenzó a declinar porque el emperador no representaba más un punto coherente de referencia. Hay que ser cuidadoso para distinguir las desilusiones de las masas de las causas subyacentes.

* “El nombre de la cosa”, entrevista de Lee Marshall, en suplemento Radar de Página/12, Buenos Aires, año 2, núm. 55, agosto 31, 1997, p. 6.