jueves, agosto 31, 2006

McLuhan, la aldea global y el fin del libro

Umberto Eco*

Marshall McLuhan no era un filósofo. Era un sociólogo con un talento natural para identificar las tendencias. Si hoy estuviera vivo, probablemente escribiría libros contradiciendo lo que él mismo afirmó hace treinta o cuarenta años. Su profecía de la aldea global resultó, al menos en parte, verdadera, pero su profecía sobre el fin del libro terminó por ser completamente falsa. Y su gran slogan “El medio es el mensaje” funcionó mucho mejor para la televisión que para la Internet. Puede ser que, al comienzo, empecemos jugando en la Internet: usando el dispositivo de búsqueda para encontrar todos los textos que incluyan las palabras “mierda” y “Sócrates”. En este caso, el medio es ciertamente el mensaje. Pero en cuanto uno comienza a usar la Red con seriedad, ésta no reduce todo al hecho de su propia existencia, como tiende a hacer la TV. Es una cuestión de atención: es muy difícil usar distraído la Red, contrariamente a lo que sucede con la televisión y la radio. Uno puede pasar rápidamente por los sites de la Web, pero no de la misma manera casual en que hace zapping con la TV: simplemente porque lleva mucho tiempo volver al punto de partida y, entre tanto, uno paga por su propia demora. En un simposio sobre el futuro del libro destaqué que la expresión de Mc Luhan sobre “el fin de la Galaxia Gutenberg” es la declaración, con otras palabras, de una profecía de El jorobado de Notre Dame de Víctor Hugo. Al comparar un libro con su amada catedral, Frollo dice: “Este matará a aquélla”. El libro matará a la catedral. El alfabeto matará al icono.

¿Y se cumplió esa profecía?

La catedral perdió ciertas funciones, la mayoría de las cuales fueron transferidas a la televisión. Pero asumió otras. La fotografía desempeña hoy una de las principales funciones que tuvo en su momento la pintura, registrando las imágenes de las personas. Pero, por cierto, la fotografía no mató a la pintura, ni mucho menos. En verdad, liberó a la pintura: le permitió asumir riesgos. Claro que los pintores todavía pueden, si quieren, hacer retratos.

¿Habrá esa clase de profecías ante cada nueva ola tecnológica?

Esas reacciones son un mal hábito del cual las personas probablemente no se librarán jamás. Es como el viejo cliché que dice que el fin de un siglo es un período de decadencia y el inicio de otro siglo señala un renacimiento. Es apenas una manera de organizar la Historia para que se ajusta a la historia que queremos contar. Sin embargo, las divisiones arbitrarias del tiempo pueden tener efecto sobre la psique colectiva. Basta analizar el temor que invadió a la humanidad al final del siglo X, ante el año 1000. Me pregunto si hoy estamos asistiendo a una fe desbocada en una nueva era, con toda esta fascinación digital con la que vislumbramos el milenio que viene. Los siglos y los milenios son siempre arbitrarios, no hace falta ser una medievalista para darse cuenta. Aun así, es verdad que los síndromes de decadencia y renacimiento pueden formarse en torno de tales divisiones simbólicas del tiempo. El mundo austrohúngaro comenzó a sufrir del síndrome de fin-del-Imperio en las postrimerías del siglo XIX. Pero no faltará quien reivindique que, eventualmente, murió de esta dolencia recién en 1918. Es que, en realidad, el síndrome no tenía nada que ver con el fin del siglo: el imperio austrohúngaro comenzó a declinar porque el emperador no representaba más un punto coherente de referencia. Hay que ser cuidadoso para distinguir las desilusiones de las masas de las causas subyacentes.

* “El nombre de la cosa”, entrevista de Lee Marshall, en suplemento Radar de Página/12, Buenos Aires, año 2, núm. 55, agosto 31, 1997, p. 6.