jueves, agosto 31, 2006

Herramientas para leer

Umberto Eco[1]

Después de años de práctica, puedo ir a un biblioteca y entender la disposición de los libros en pocos segundos. Puedo mirar el lomo de un libro y hacer una buena suposición sobre su contenido, a partir de diferentes señales. Si leo las palabras “Harvard University Press”, sé que probablemente no es una novela barata. Pero no tengo esa habilidad cuando entro en Internet: es como haber entrado en una biblioteca en la que todos los libros están apilados en el piso. ¿Cómo se hace para comprender este desorden? Tratando de aprender algunos rótulos básicos. Pero eso suscita nuevos problemas: si cliqueo en un URL que termina con “indiana.edu”, pienso que debe tener que ver con la Universidad de Indiana, Y no es así necesariamente. Uno se enreda con la señalización de Internet: debe reciclar sus propias habilidades semiológicas (aquellas que usamos, por ejemplo, para distinguir un poema pastoral de un divertimento satírico) y aplicarlas al problema de cómo distinguir sites filosóficos serios de desvaríos de lunáticos. El otro día, estaba mirando los sites neonazis: si uno confía en la lógica del dispositivo de búsqueda, llegará a la conclusión de que el site más fascista de todos es aquel en el que la palabra nazi aparece la mayor cantidad de veces. Pero, en realidad, pertenece a un grupo de vigilantes antifascistas.

¿Cuál es la mejor manera de aprender a regirse en ese “desorden”?

Se puede aprender mediante ensayo y error o pidiendo consejo on line a otros usuarios de la Red. Sin embargo, el método más eficiente y rápido es estar en un local rodeado por otras personas, cada una con diferentes experiencias on-line, que pueden compartir con los demás. Es como la folletería de las universidades. Nunca van a decir: “No vaya a las clases del profesor Fulano porque es un viejo aburrido”. Pero basta ir a la cafetería y conversar con estudiantes de segundo año para recibir ese servicio. De todas maneras, me refería otra cosa. Si Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó, hubiera tenido oportunidad de navegar por Internet, probablemente hubiera escrito un Finnegan’s Wake. Y, sin necesidad de Internet, Joyce estuvo siempre on-line; nunca salió de ahí. ¿No cambió la experiencia de escribir en la era del hipertexto? ¿Se puede coincidir con Michael Joyce cuando dice que la autoría se está convirtiendo en un “especie de historia interminable, como el jazz”? Realmente no. No olvidemos que ya hubo un importante cambio tecnológico en la manera en que un escritor profesional pone sus pensamientos sobre el papel. Quiero decir, ¿podría usted decirme, basándose exclusivamente en un análisis del estilo, cuál de todos los grandes escritores usó una máquina de escribir y cuál escribió a mano? Si el medio de expresión del escritor tiene muy poco efecto la naturaleza del texto final, ¿dónde queda el argumento de Michael Heim respecto de que el procesamiento del texto está alterando nuestro abordaje con relación a la palabra escrita, alentándonos a reorganizar nuestras ideas en la pantalla, en un relanzamiento del cerebro? Llevo escritas páginas y páginas sobre el efecto que tendrán las operaciones del tipo “cortar y pegar” sobre la sintaxis de las lenguas latinas, sobre las relaciones psicológicas entre la pluma fuente y la computadora como herramientas de escritura, sobre la probable influencia que tendrá la computadora sobre la filología comparada.

[1] “El nombre de la cosa”, entrevista de Lee Marshall, en suplemento Radar de Página/12. Buenos Aires, año 2, núm. 55. Agosto 31, 1997, p. 6.