jueves, agosto 31, 2006

Confieso que he navegado

Reynaldo Castro

No puedo precisar en qué momento escuché hablar del ciberespacio. Tal vez alguna película de ciencia-ficción o alguna historieta de la desaparecida revista Fierro. Lo que sí puedo asegurar es que empecé a estudiar, con cierta metodología, el tema a partir de las clases de Luis Alberto Quevedo en la Universidad Nacional de Jujuy.

Al comienzo estaba intrigado por la fascinación del profesor por las nuevas tecnologías. Pero no las vivía. Era como mirar un partido de fútbol que se desarrolla en las páginas de un diario. Ni siquiera era un hincha del tablón.

A comienzos del ´96, viajé a la Universidad de La Laguna (Tenerife, España) para participar como becario de investigación y eso me dio vuelta la cabeza. Antes de partir, me acuerdo, leí un comentario de Quevedo, en el suplemento Cultura y Nación de Clarín, sobre el uso de Internet en nuestro país. Los conceptos de la nota ya los conocía de sus clases, lo que me llamó la atención fue la imagen que aparecía: un mapa de Argentina con su extremo noroeste truncado. Es decir, la red estaba diseminada por todo el territorio patrio excepto Jujuy. (Enseguida me acordé de una película de Miguel Pereira en la que un personaje se sorprende de que su minúsculo pueblo del interior de la provincia pertenezca a Argentina).

En España conocí la pasión por los fierros. José Manuel de Pablos Coello, mi director de investigación, me llevó a la sala de profesores y me dijo: "Aquí está la PC que se conecta a Internet, más allá la cafetera, un sillón, el baño queda al lado". El me dio canilla libre y yo, como buen alumno formado en la Galaxia Gutenberg, le pedí un manual. "El manual es la máquina. Internet es como el amor: no se lo define, se lo practica", sentenció con pose de Erich Fromm. Así pasé de no saber ni como se enciende una PC, a largas horas de navegación en aquella sala. Sufrí la misma fiebre que producen los mejores libros: no sentía cansancio, me olvidaba de ir a cenar y soñaba con algunas señoritas que aparecían desnudas en la pantalla.

Los otros becarios se prendían a la PC con menor asiduidad. Me preguntaban –eso sí-, todos los días, si habían llegado mensajes electrónicos. Yo les pasaba la novedad e inevitablemente me acordaba del film de Pereira: el único gilastro que no se conectaba con su universidad, vía correo electrónico, era yo. Jujuy no quedaba ni en la Argentina ni en el mundo.

Cuando volví al terruño, mi primera clase fue de una materia que se llama Tecnología de la Comunicación. Parecía una broma del destino pero era así. Pasaba de jugar al fútbol en un buen estadio a ser lector de las crónicas deportivas. No me pude contener y le dije a uno de los profesores: "Que esta materia se dicte con una tecnología que incluye apenas pizarrón y tizas, es una contradicción más grande que un campus".

Después, entré a trabajar en un colegio secundario que tenía un bachillerato con orientación en comunicación. No tardé mucho en convencer a la directora de las bondades de conectar al colegio con la red de redes ("Yo vengo del futuro, esto es lo que hace falta para que nuestros alumnos estén a la orden del día"). Para entonces ya había una empresa que ofrecía el servicio en la provincia y la maldición pereireana empezaba a desvanecerse.
Ahora estoy conectado desde mi casa. Mis amigos de España no pueden creer cuando les digo que poseo una multimedia, un módem de gran velocidad y vivo en una casa con paredes de barro que se quejan con el viento seco de agosto. Estoy conectado a una lista de discusión de la UBA, suscrito a varias revistas electrónicas y colaboro con algunas.

Cada vez que lo necesito me conecto con mis profesores de Buenos Aires; me siento frente a la PC, escribo mis dudas y en segundos "entra" el mensaje a la computadora del docente en cuestión. Estoy seguro que tengo igual o más posibilidades de acceder al profesor que un pibe de Morón que asiste a la UBA.

Todos los días abro mi programa de correo electrónico a las siete y media. Recibo entre diez y quince mensajes diarios. Algunos son de vital importancia, otros son basura. Me gustaría que Bill Gates programe un ciber-lector que deseche todo lo que no sirve y clasifique el resto. Mis modestos conocimientos apenas me han permitido realizar una base de datos con mi biblioteca con un buscador que permite identificar rápidamente a cualquier libro y saber su ubicación. También tengo algunos archivos más o menos interesantes que algún día, tal vez, puedan servir para otros investigadores.

La navegación por el ciberespacio me la reservo para los fines de semana por dos razones prácticas: tengo más tiempo y las llamadas telefónicas tienen tarifa reducida.

Y casi me olvido: mis hijos están empezando a aprender a leer en la computadora. Ellos sí que están en el centro del mundo.

Circa 1977