jueves, agosto 24, 2006

El aliento de las pantallas

Entrevista de Béatrice Seguin y Louis Seguin, publicada en la revista La Maga, Buenos Aires, año 5, N° 242, setiembre 4, 1996, pp. 8-9.

Jacques Derrida[1]


-Cuando un escritor escribe un texto, pasa por toda una serie de intermediarios. En muchos autores todavía existía la instancia de la escritura manual, luego la dactilografía, después las primeras y segundas pruebas y, más tarde, la aparición del libro. En cada etapa -salvo al final- existía la posibilidad de modificar, corregir, volver al texto. Actualmente, con los “procesadores de textos”, también existe la posibilidad de volver a lo escrito, pero esta posibilidad es inmediata. Ya no se hace por estratos.

-Es otro tiempo, otro ritmo. En principio, se corrige más rápido y de manera prácticamente indefinida. Antes, después de cierto número de versiones (correcciones, tachaduras, collages, líquido corrector), todo se detenía: era suficiente. No porque se considerase el texto como perfecto, sino porque, a partir de cierta duración de la metamorfosis, el proceso se interrumpía. Con la computadora todo es tan rápido y tan fácil que uno tiende a creer que la revisión puede ser indefinida. Ya se anuncia una revisión interminable, un análisis infinito que está como reservado detrás del análisis finito de todo lo que surge en la pantalla. En todo caso, éste puede prolongarse de manera más intensa en el mismo tiempo. En ese mismo tiempo ya no conservamos ni la menor huella visible u objetiva de las correcciones del día anterior. Todo, el pasado y el presente, todo puede ser bloqueado, anulado o encriptado para siempre. Antes, las tachaduras y enmiendas dejaban una especie de cicatriz en el papel o una imagen visible en la memoria. Había una resistencia del tiempo, un espesor en la duración de la tachadura. Ahora, todo lo negativo se diluye, se borra, se evapora inmediatamente, a veces en un instante. Es otra experiencia de lo que se llama memoria “inmediata” y del paso de la memoria al archivo, otra provocación para lo que se denomina “crítica genética”, que se desarrolló alrededor de borradores, versiones múltiples, pruebas, etcétera.

En suma, esto se vuelve un poco fácil. La resistencia -porque, en el fondo, existe resistencia- ya no tiene la misma forma. Tenemos la sensación de que, ahora, un teatro programa o efectúa la puesta en escena de esa resistencia, es decir la réplica, la orden de cambiar, tachar, corregir, enmendar o borrar. El texto se nos presenta como un espectáculo, sin esperar. Lo vemos subir a la pantalla, en una forma más objetiva y anónima que en una página escrita a mano, una página que, por su parte, descendía de nosotros; lo vemos vernos, vigilarnos como la mirada del Otro o, más bien, simultáneamente, también se desarrolla bajo la mirada del extranjero sin nombre cuyos vigilancia y espectro convoca inmediatamente. Nos remite mucho más rápido la objetividad del texto y, así, cambia nuestra experiencia del tiempo, del cuerpo, de los brazos y de las manos, nuestro abrazo a distancia de la cosa escrita. Ésta se vuelve a la vez más cercana y más lejana.

-Usted es profesor y da conferencias. Prepara cada conferencia en la computadora, la escribe y luego la pronuncia. Por lo tanto, hay un eco de esa conferencia, pero ese eco puede mezclarse con el de la máquina.

-Cuando preparamos una clase o una conferencia durante semanas, vemos reparecer ante nosotros, a la vez objetivo, estable, independiente y, sin embargo, fluctuante, un poco fantasmático, un cuerpo de letras armado y que ya no llevamos en nosotros, o al menos ya no en nosotros como la imagen más interior de esos borradores de escritura manual. En efecto, esta exposición nos devuelve el murmullo de un texto en eco que viene de allí: la ecografía de uno como otro. Es el movimiento del que hablábamos antes, esta objetivación acelerada pero suspendida, fluida o aérea

-Llegamos a la supresión acelerada del soporte papel. Incluso llegamos a la supresión del interlocutor. No hay nada más que el texto.

-El movimiento es aparentemente contradictorio: más lúcido, más vigilante, pero también más fantasmático o más onírico. La computadora instala un nuevo lugar: nos proyectamos más fácilmente hacia el exterior, hacia el espectáculo, hacia la cara del escrito arrancado a la presunta intimidad de la escritura. A la inversa, debido a la fluidez plástica de las formas, de su flujo continuo, de su cuasi-inmaterialidad, también estamos cada vez más refugiados en una especie de asilo protector. Ya no hay más afuera. O, más bien, en esta nueva experiencia de la reflexión especular, hay más afuera y no hay más afuera. Nos vemos sin vernos, envueltos en la espiral de ese afuera/adentro, transportados por otra puerta giratoria del inconsciente, expuestos a otra llegada del otro. Esto se advierte con claridad en el “Web”, esa “tela”, ese WWW (Word Wide Web) que una red de computadoras teje alrededor de nosotros, a través del mundo pero alrededor de nosotros en nosotros. Piense en la “adicción” de los que navegan día y noche en la dicción silenciosa de este WWW. Ya no pueden prescindir de estas vueltas al mundo a vela y de ese velo que las atraviesa o las transita a su turno.

-Con la computadora, el procesador de textos y la inmediatez de la pantalla, ¿no estamos luchando contra un texto sin fin, indefinido, mientras que el libro tiene el mérito de cortar claramente, de una sola vez?

-Sí, no sabemos de qué estará hecho mañana, pero sentimos que la máquina editorial, el mercado del libro, las imprentas e incluso la biblioteca -en una palabra: el mundo antiguo- todavía juegan el papel de interruptor. El libro es a la vez el dispositivo y el instante acabado del plazo que nos obliga a interrumpir el proceso de la computadora, a ponerle fin. Esta detención nos dicta el final, nos arranca la hoja, nos dice “bueno, ahora hay que terminar”. Existe una fecha, un límite, una ley, un deber y una deuda. Eso debe pasar a otro soporte. Hay que imprimir. Por el momento, el libro es el instante de esa detención, la instancia de la interrupción. Pronto llegará el día en que el interruptor -que no desaparecerá jamás (es imposible por naturaleza)- ya no será la orden a otro soporte, el papel, sino otro dispositivo audiovisual, tal vez el CD-ROM. Será como otro mercado de interruptores. Para mí, la palabra “interruptor” no tiene un significado negativo. Se necesitan interruptores: es la condición de toda forma, la formación misma de la forma.

En lo que a mí respecta, puedo decir que finalmente acepto la mutación. Y, al mismo tiempo, cierto fetichismo del libro. De la gramatología [1967] mencionaba y analizaba el “fin del libro”, pero de ningún modo para celebrarlo. Creo en el valor del libro, en lo que conserva de irremplazable y en la necesidad de luchar para hacerlo respetar. Felizmente -o desgraciadamente, no sé como decirlo-, presenciaremos lo que podríamos llamar, desplazando el acento, una nueva religión del libro. Otra bibliófila seguirá las huellas del libro en todos aquellos lugares donde deba ceder el lugar a otros soportes.

-¿Habrá un equivalente de la bibliófila respecto del CD-ROM o los disquetes?

-Probablemente. Entonces, fetichizaremos tal o cual borrador preparado o impreso en tal programa, tal disquete que archiva una etapa del work in progress. Yo ya conozco escritores que guardan en disquete las primeras versiones de un ensayo, una novela o un poema. Una vez bloqueados estos archivos de computadora (pues siempre será más fácil manipularlos sin dejar huellas), tendrán un aspecto totalmente distinto. Esto también llegará. Incluso se fetichizará la computadora del “gran escritor” o del “gran pensador”, como la máquina de escribir de Nietzsche. Ninguna historia de las tecnologías borró esa fotografía de la máquina de escribir de Nietzche. Por el contrario, cada vez se vuelve más preciosa, sublime, protegida por un nuevo aura, en este caso, el aura de los medios de “reproductibilidad técnica”. Tales o cuales computadoras se convertirán en piezas de museo. Por definición, la pulsión fetichista no tiene límite: nunca cede.

-Sin embargo, se reconoce al maestro porque no tiene máquina en su escritorio...

-Es la vieja figura del maestro en política, del pensador, del gran poeta. No hay máquina. No hay relación directa con la máquina. La relación con la máquina es secundaria, auxiliar, mediatizada por el secretario-esclavo que, generalmente y de manera no fortuita, es la secretaria. Habría que hablar del procesador de texto, del poder y de la diferencia sexual. El poder debe lograr mediatizarse -o, si no, delegarse- para existir. En todo caso -lo que no siempre es diferente- para parecer.

-Se podría decir que el texto que aparece en la pantalla es un texto fantástico. Ya no hay materia, tinta. Sólo quedan sombras y luz, mientras que el libro es un objeto denso, material.

-La figura del texto procesado en la computadora es fantasmática en la medida en que es menos corporal, más espiritual, más etérea. En eso hay como una desencarnación del texto. Pero su silueta espectral permanece y, además, para la mayoría de los intelectuales y los escritores, el programa, el “software” de las máquinas todavía se ajusta al modelo espectral del libro. Todo lo que aparece en la pantalla se dispone con vistas al libro: escritura lineal, páginas numeradas, valores codificados de las grafías (bastardilla, negrita, etcétera), diferencias de los cuerpos y los caracteres tradicionales. Ciertas máquinas de telescritura no lo hacen, pero las nuestras aún respetan la figura del libro, la sirven y la imitan, se unen a ella de forma casi espiritual, neumática, cercana al aliento: como si bastara con hablar para que se imprimiera.

-Hasta una época relativamente reciente, que podemos situar a fines de la Edad Media, la transcripción que tenemos, al texto, nunca es la del autor, de su mano a la pluma. Con el manuscrito autógrafo aparece una nueva configuración que durará algunos siglos y de la que estamos saliendo para volver al punto de partida, a la separación de los poderes del pensamiento y la escritura.

- En ese proceso hay como un paréntesis que dura algunos siglos. En la Grecia de los siglos V y VI, en el tiempo de Platón, no se veneraba el manuscrito. Todavía no se veía el autógrafo, que comenzó a fetichizarse mucho más tarde. No es un proceso terminado, pero sin duda estamos pasando a otro régimen de conservación, conmemoración, reproducción y celebración. Una gran época se termina.

Eso puede llegar a dar miedo a gente como nosotros. Tenemos que hacer el duelo de lo que fue nuestro fetiche. Las compensaciones y los fetichismos extra confirman la deconstrucción en curso (yo no creo en los límites del fetichismo, pero esa es otra historia, si no otro tema). Somos testigos espantados y felices. Conocimos el paso de la pluma a la máquina de escribir, luego a la máquina de escribir eléctrica y después a la computadora; y esto en treinta años, en una generación, la única generación que hizo toda la travesía. Pero el viaje continúa...

-El procesador de textos no sólo plantea problemas de escritura sino también, a cierto plazo más o menos largo, problema de transmisión.

-En efecto: es un problema grave. Por lo que decíamos antes, a saber que el texto es instantáneamente objetivado y transmitible, listo para su publicación, es prácticamente público y “listo para imprimir” desde que se lo escribe. Uno imagina, tiene tendencia a creer o a hacer creer, que todo lo que se registra así tiene por ello valor de publicación. Por ejemplo, lo que circula por Internet pertenece a un espacio de publicación automática; la distinción público/privado tiende a borrarse, con los litigios, los alegatos de derechos y de legitimación que eso puede implicar, pero también con los movimientos de apropiación de la res publica. Esto es hoy una de las mayores cosas en juego de lo político y lo político mismo. Para bien o para mal, de manera justificable aquí, menos justificable allá, la barrera, la “interrupción”, la detención del libro aún protegía un proceso de legitimación. Un libro publicado, por peor que fuera, seguía siendo un libro evaluado por instancias supuestamente competentes; parecía legítimo, a veces sacralizado, por haber sido evaluado, seleccionado, consagrado. En la actualidad todo puede ser lanzado al espacio público y considerado -al menos por algunos- como publicable y, por lo tanto, con el valor clásico, virtualmente universal e incluso sacro, de la cosa publicada. Esto puede dar lugar a toda clase de mistificaciones, y ya podemos verlo (aunque yo sólo tengo una experiencia muy limitada de lo que ocurre) en Internet. Estos sitios internacionales reciben y yuxtaponen -por ejemplo, respecto de la deconstrucción- discusiones muy serias o que merecerían publicación y, además, charlatanerías no sólo fastidiosas, sino también sin el menor futuro. Pero no olvidemos nunca que esto también puede ocurrir en coloquios o revistas. En Internet ya hay revistas científicas que reproducen todos los procedimientos de legitimación y de publicación tradicionales. Sólo les falta el papel: así ahorran el costo de la impresión y la difusión. A la inversa -y esto vale para los medios en general-, como la discusión es más abierta y todo el mundo puede acceder a ella, esto puede alentar a desarrollar cierta posibilidad crítica allí donde las instancias de evaluación clásica a veces podían jugar un papel de censura: la elección de los editores o de las máquinas de publicar no siempre es la mejor; siempre hay rechazos; las cosas se marginan o se pasan por alto. Una nueva liberación del flujo puede dejar pasar a cualquiera y, al mismo tiempo, dejar respirar las posibilidades críticas antes limitadas o inhibidas por las viejas máquinas de legitimación -que, a su manera, también son procesadores de textos.

[1]Filósofo francés, Jacques Derrida es un profundo investigador del lenguaje y uno de los más destacados exponentes de la corriente filosófica llamada deconstructivista. Fue profesor en l’Ecole Normale Supérieure de París y Director fundador del Collège International de Philophie en esta misma ciudad. Dicta seminarios en forma habitual como profesor invitado en diversas universidades de los Estados Unidos. Actualmente es Director de Estudios de Les Institutions Philosophiques en l’Ecole de Hautes Etudes en Sciences Sociales y profesor en la Universidad de Yale. Algunas de sus obras traducidas al español son: La escritura y la diferencia (1989), De la gramatología (1986), Márgenes de la filosofía (1989), Los estilos de Nietzsche (1984), Memorias para Paul de Man (1989), El otro cabo. La democracia, para otro día (1992)